POR KATHERINE MONTENEGRO SHAEK
Es importante recordar que la diversidad cultural de Colombia tiene varias fuentes de gran riqueza: cerca de 70 comunidades indígenas, buena parte de ellas con lenguas propias, medicinas tradicionales de riqueza irremplazable y sistemas de pensamiento histórico únicos; comunidades negras con raíces en África, con herencias religiosas y musicales de incalculable valor; mestizos con tradiciones originadas en diversos continentes, todo lo cual da como resultado un país mestizo por excelencia, multiétnico y pluricultural.
Sin embargo, se debe mencionar otro aspecto más complejo y dramático relacionado con la diversidad cultural en Colombia. Tiene que ver con la aniquilación constante de comunidades indígenas, campesinas y negras por parte de los actores de la guerra, además del asesinato selectivo de líderes de esas minorías que ocurre desde hace varias décadas.
Esa gran riqueza que representa la diversidad de culturas que habitan el territorio colombiano contrasta con la acción de guerreros para quienes no existen límites éticos ni humanistas; su objetivo, desde diversos frentes o posiciones, es imponer a sangre y fuego su noción del mundo. A su paso destruyen comunidades que, a pesar de todo, se organizan y resisten. Hablo de los tres actores armados de este conflicto: guerrillas, paramilitares y fuerzas regulares del Estado.
La guerrilla, que en sus comienzos fueron la respuesta a la intolerancia y a la violencia ejercida por las elites sobre quien se atreviera a pelearles el poder, desde los años ochenta entraron en un proceso de descomposición que las llevó al secuestro, la extorsión, la financiación a partir del tráfico de drogas y la intolerancia sobre todo lo diferente; lo que las condujo al asesinato de dirigentes populares que se oponen a sus políticas, a los bombardeos, a los atentados personales y al arrasamiento de poblaciones campesinas, indígenas y negras.
Los paramilitares, nacidos en esos años ochenta de una desastrosa alianza entre narcotraficantes, militares y empresarios del campo y las ciudades, han basado su poder en la intimidación y el miedo, ganando influencia a través de las masacres, el asesinato selectivo y el desplazamiento de poblaciones enteras.
El tercer actor, el actual Gobierno, no se queda atrás pues lleva a descalificar a quienes lo critican y a quienes se atreven a realizar acciones que enfrentan sus políticas autoritarias. Un caso fue la masacre ocurrida a comienzos de febrero del 2005 contra dirigentes de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, donde asesinaron a ocho campesinos, entre ellos un niño de dos años de edad; de los cuales los propios habitantes de la región sindican a miembros de las Fuerzas Armadas del Estado. Sin embargo, no hubo rectificación del Gobierno, sino que por el contrario, el presidente Álvaro Uribe denunció unos meses después que “San José de Apartadó es un corredor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y algunos dirigentes de la Comunidad de Paz de San José, conjuntamente con las organizaciones internacionales acompañantes, están obstruyendo la justicia”. Envió fuerzas regulares a la zona y continuó con la persecución contra integrantes de esta comunidad, que solo pedía que los actores del conflicto, cualquiera que fuera, no se entrometieran en su territorio y en sus asuntos.
Todo esto pasa en Colombia, a pesar de que recoge en su Constitución de 1991 el reconocimiento de la diversidad étnica de la Nación, donde se incluyen normas que reconocen derechos a sus diferentes comunidades o minorías étnicas, como indígenas, afrodesendientes y campesinos. Según el artículo 7 de la Carta, “el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”. En desarrollo con esto, la Constitución reconoce los derechos diferenciados de participación, consulta, autonomía, territorio y diversidad cultural. De otra parte, la Corte Constitucional ha señalado en varias ocasiones que “en ningún momento se exime al Estado de su deber de preservar la convivencia pacífica, motivo por el cual está obligado, a un mismo tiempo, a garantizar los derechos de todos las personas en su calidad de ciudadanas y a reconocer las diferencias y necesidades particulares que surgen de la pertenencia de esas personas a grupos culturales específicos. En esta labor de equilibrio, el Estado debe cuidarse de imponer alguna particular concepción del mundo, pues de lo contrario, atentaría contra el principio pluralista y contra la igualdad que debe existir entre todas las culturas”.
Es necesario, entonces, luchar por acuerdos que preserven la diversidad cultural, privilegiando en cada país políticas que defiendan la labor de creadores, culturas y manifestaciones propias, provenientes de formas particulares de relacionarse y de habitar los territorios. Así cada uno de nosotros debe preguntarse, ¿Hacemos algo para que las minorías étnicas se fortalezcan o por el contrario seguimos acabando con la diversidad cultural?
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